De adolescente, pasé eternidades revelando en el cuarto oscuro de mi urbanización escuchando ACDC, fumando Fortuna y desesperándome cada vez que me cargaba una foto debido a la temperatura, el tiempo, codazos a la mesa y tantas otras variables de riesgo.
Más adelante, me entró un ansia aventurera revolucionaria/humanitaria que me llevó a fotos interesantes en Cuba durante la crisis de los balseros del 94, en el Congo tras la salida de Mobutu y en los hospicios de la madre Teresa. Con todo eso hice mi primera exposición en la Universidad Complutense, allá por el 97. Publiqué un reportaje extenso sobre la Madre Teresa en el ABC.
Quería ser reportero de guerra. Esto me llevó a Kosovo en el 99, donde fui corresponsal para La Razón. Encontré un trabajo con Naciones Unidas como administrador en un pueblo serbio (Zubin Potok). El trabajo me absorbió y no retomé la fotografía hasta dos décadas después, durante las cuales me ocupé más de mis trabajos con la ONU y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (que me llevaron al resto de los Balcanes, Timor Oriental y otros lugares tocados por la guerra). En 2015 llegué a la región de Tanintharyi en Myanmar para trabajar en un proyecto humanitario del Consejo de Refugiados Noruego.
Myanmar me enamoró de tal manera que me la quería comer a fotos. Luego vino el golpe de estado del 2021, que transformó esa visión idílica en la constatación de una tragedia que continúa hoy en día. El resultado de esa relación fue mi segundo proyecto: “Myanmar: la mirada tras el golpe” (2025). Ahora vuelvo poco a poco a la fotografía con la ilusión de desarrollar nuevos proyectos y visiones de un mundo en crisis.
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